Un vistazo a la ventana
Guillermo Rafael Villaseñor López
Tierna y bella, alrededor de la hora del inminente ocaso en la gran ciudad, la niña permanece recostada en la seguridad del sofá de cuero pardo junto a la ventana de su lujoso cuarto de hotel, ubicado en el segundo piso. El aroma de su inocencia se mezcla con el sonido de la exquisita música ambiental e impregna el ambiente solitario de la habitación que se extiende a sus espaldas, y un solo reflector eléctrico proyecta su luz artificial directamente hacia ella para hacerle compañía, sobre todo, cuando surja la noche.
Los vivaces ojos azules de la niña están más inquietos y curiosos que nunca, aún sin haber dormido la siesta esa tarde, pues su mirada atraviesa el amplio cristal de la ventana cerrada buscando una novedad que pueda satisfacer su espíritu infantil; algo que manifieste una belleza capaz de conmover su esencia de futura mujer y que resulte ser un diamante luminoso que atrape el brillo intacto de la niñez que aún delatan sus ojos para convertirse en un deseo: el anhelo de crecer y ser pura y perfecta de adentro hacia fuera, como su madre.
Más allá de la ventana se encuentran todas esas maravillas que ya conoce: el gato que se pasea de balcón en balcón para meter las narices no en la basura, sino en las conversaciones ajenas, el siniestro pájaro negro que deja caer nueces sobre el pavimento para que los coches arrollen su cáscara, un par de nubes unidas que dejan un resquicio perfecto a través del cual se asoma la primera estrella de la noche, y una obstinada flor que crece en medio de torres de cemento y colosos antinaturales, tal como leyó alguna vez en un viejo poema oriental. Pero ni todos aquellos sucesos de la naturaleza le satisfacen, y su mirada impaciente sigue mendigando por alimento fresco e inédito.
Mientras tanto, en la acera de enfrente del hotel, un taxi se estaciona en doble fila durante unos segundos, y después de pagar con billete y regalar el cambio, una mujer enfundada en un blanco traje de seda, sombrero y gafas oscuras, baja por la puerta trasera y camina hacia la esquina para cruzar la aparatosa avenida, la más concurrida del mundo, piensa ella. Es la madre de la niña, y cuando se le ocurre voltear hacia la ventana del cuarto del segundo piso del hotel de enfrente, una sonrisa se dibuja en su rostro al divisar la silueta oscura de su hijita, provocada por el reflector de luz. Y aunque no alcanza a distinguir sus ojos, idénticos a los suyos, tiene la certeza de que se miran la una a la otra por medio del fuerte afecto que las une, esa sincronía especial que comparten madres e hijas; pero al levantar el brazo en ademán saludador no recibe respuesta alguna por parte de su pequeña, y se contenta con comprobar intacta la obediencia de Nenúfar, su hija de siete años: - “Quédate ahí sentadita” – le dijo horas atrás, antes de salir – “Mami tiene que arreglar unos asuntos, pero no tardaré nada...” – Y ese “nada” se convirtió en, por lo menos, tres horas. Entonces, la mujer se percata de la creciente oscuridad que se extiende a lo largo de la calle, al tiempo que el alumbrado público despierta súbitamente sonriente y una nuez cae desde el cielo a escasos centímetros de su cabeza sin que ella se dé cuenta de ello, y el remordimiento de abandonar a su hija toda la tarde para visitar a otra persona comienza a hacer mella en su semblante, incomodándola.
Sintiendo pena por Nenúfar, decide compensarla, y aprovechando que el incesante paso de coches y autobuses aún no le permite cruzar la avenida, camina hacia el Banco Nacional, ubicado en la misma acera a escasos metros de su ubicación, con la intención de recuperar el dinero malgastado en taxis y así comprar un delicioso pastel de hojaldre y almendras, el favorito de su hija, al tiempo que con un movimiento desgarrador arranca de golpe una única flor que crecía en una grieta de la pared para complementar el regalo.
Pero justo antes de entrar al banco se detiene de golpe con un escalofrío en la espalda. Su vista se agudiza mientras su ritmo cardíaco se acelera por la repentina incursión de la adrenalina: sabe que algo anda mal, su intuición de mujer y su sentido común se lo gritan al oído. Vuelve bruscamente la vista hacia la ventana del hotel de enfrente e inhala una bocanada de alivio al verificar que la silueta de Nenúfar no se ha movido un ápice, pero no termina de tranquilizarse y las manos comienzan a temblarle, primero intermitentemente, luego elevando las revoluciones hasta simular un violento maremoto. Se siente extasiada, como drogada, sumergida en una enorme alberca de aire donde todo es más lento. La sensación de pánico aumenta, el alivio por encontrar bien a su hija disminuye... y por alguna razón desconocida, la mujer entiende entonces el sentimiento que le agobia y que se corona con esos síntomas de pánico, y lo denomina categóricamente cual novela o película hollywoodense como “La certeza de la muerte”.
Un sonido chirriante llama su atención hacia el centro de la calle, y en una fracción de segundo ve una camioneta blindada, completamente negra, con vidrios polarizados, que se acerca cada vez más a la acera, hacia ella, que sigue como estatua parada frente al banco, e identifica al vehículo como el emisario de su muerte... Pero no acepta su destino. No puede morir ahí, en ese instante, ante los ojos resentidos de su hija, que seguramente la sigue con la mirada desde el sofá de cuero pardo, ansiando su llegada; por lo que se precipita a entrar al banco corriendo para salvar su vida... Pero antes de lograrlo, su humanidad se estrella con un golpe sordo contra algo, contra un hombre alto, vestido más o menos como guardia de seguridad, pero con una máscara metálica de cráneo entero con numerosas perforaciones en lugar de una boina azul, y siente un dolor tan palpable y profundo como el piquete de una jeringa de incertidumbre y amarga duda incrustada en el centro de su corazón.
A través del óxido de la máscara perforada alcanza a divisar una mirada excitada por el miedo, y comprende que tal vez sus propios temores no sean mayores que los de ese hombre que sin duda está a punto de arrebatarle la vida... Y al bajar instintivamente la mirada, comprueba la presencia de un revólver en la mano izquierda de su asesino, pero antes de que pueda tomar plena conciencia de la situación, una explosión desbarata sus tímpanos y no sabe si ocurre dentro o fuera de su cabeza hasta que toca su vientre con ambas manos y siente la angustiosa calidez de su sangre, lo que le recuerda fugazmente su primera menstruación.
El gato fisgón se espanta con el estallido y huye, el cuervo vuela lejos de allí y la gente comienza a escandalizarse y a perder el control, mientras el hombre de la pistola y otros tantos similares se alejan en la camioneta negra... Y la mujer, percibiendo el olor de la pólvora quemada y antes de desplomarse en el pavimento y cerrar los ojos para ya no ver la tragedia que se refleja en ellos, voltea una última vez a la ventana donde, para su alegría, Nenúfar permanece inmóvil y a salvo.
Tierna y bella, con la noche encima de ella, la niña sigue posada en el sofá de cuero pardo, y sus ojos, fijos en la ventana en dirección al edificio lleno de banderas que se halla enfrente, ya no reflejan la misma inquietud de hace unos minutos. El azul de sus iris se ha vuelto más profundo, más brillante, y sus párpados no podrían estar más abiertos al proyectar su mirada contra el cristal que da hacia la que ella supone la más grande y ruidosa avenida de todo el mundo... Entonces, como por arte de un hechizo divino, poco a poco se forma una tierna sonrisa en su boca, y no se detiene hasta enseñar todos sus pequeños dientes: la niña por fin encontró lo que tanto había buscado, y ya no le interesan las nubes, las estrellas, la noche, la flor, el gato, el pájaro negro, ni el estallido que intentó distraerla hace un par de minutos... Su mirada continúa clavada en el cristal, contemplando el tenue reflejo de su propia belleza infantil, ajena a todo lo que sucede más allá del vidrio.
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